En un campo tan diverso como el arte él ha encontrado, tras un largo camino, su propia identidad al descubrir su rol como curador.
Por: Heidi Pinedo | Fotos: Oliver Lecca
En los pasillos de la facultad de arquitectura, con tan solo 18 años de edad, Gerardo Chávez–Maza decidió matar a su padre: Gerardo Chávez. En esa época, el artista trujillano acababa de obtener un gran galardón: el grado de Caballero de las Artes y Letras en Francia. Chávez-Maza se dio cuenta del peso que significaba cargar con el mismo nombre que su papá y asumió ese proceso que explicaba el psicólogo Sigmund Freud, donde los hijos maduran y dejan a los padres apartados de sus vidas. Él, el más joven de la familia y el único que llevaba el nombre del patriarca, decidió cambiar el suyo y se hizo llamar por el segundo que figura en su acta de nacimiento: Amador. Pero esa muerte simbólica duró poco tiempo. Amador Chávez había hecho demasiadas cosas como Gerardo Chávez, y entendió que ese nombre ya era parte de su identidad. «Ahora he encontrado la manera en la que me he diferenciado de mi papá».
Cuando era niño, Gerardo Chávez no tenía juguetes con los que distraerse. Contrario a esa infancia modesta que su padre vivió, Gerardo Chávez-Maza creció rodeado de los juguetes que su papá comenzó a coleccionar de adulto como un síntoma de nostalgia. «Había un camión que me encantaba», recuerda. Sin embargo, su papá era celoso de ellos cuando el menor rompía alguno de la valiosa colección. Así, desde los seis años hasta los 12, Gerardo vivió el proceso de construcción del Museo del Juguete en Trujillo creado por su padre. Crecer entre andamios, columnas de material noble y planos ideados por un equipo de profesionales, lo llevaron a estudiar la carrera que su padre soñaba con algún día cursar: arquitectura. «Lo planteé como una cuestión para diferenciarme completamente del mundo en el que crecí, y cuando se lo dije a mi papá fue como un reencuentro consigo mismo. Con eso que no pudo ser». Ese vínculo llevó a que Chávez-Maza volcara su trabajo de arquitectura al mundo del arte. El mundo al que siempre perteneció.
La vida del hijo de un artista de renombre podría ser complicada. Representa una luz o una sombra en el camino. Pero él siempre ha tenido esa voluntad y pasión de proteger el patrimonio de su padre, sobretodo porque es el único del clan que trabaja en el mundo artístico. «Amo a mi papá, lo respeto como artista y ser humano. Eso hace que tenga un amor infinito por las cosas que va a dejar no solo a mí, sino también al Perú y al mundo».
El año pasado, él se graduó de la maestría de curaduría por el Royal College of Art de Londres y ahora está muy comprometido con la organización del Art Lima 2019, con una visión integral en exposición, manejo, preservación y administración de bienes artísticos. «Para la sétima edición nos hemos aliado con el Ministerio de Cultura y la Feria de Arte Contemporáneo de Madrid –ARCOmadrid–». Gracias a la curaduría, un mundo que Gerardo considera diverso, el año pasado pudo trabajar mano a mano con su padre. Ambos realizaron una exposición en la Galería Pancho Fierro, donde Gerardo fue su curador. Dicen que los sueños de los padres se hacen realidad a través de la vida de los hijos, pero Chávez-Maza ha encontrado un rol propio en ese mundo que considera jamás lo ha limitado.