Pomos de acuarela y tintas chinas son los insumos con los que esta artista plasma, con gran pasión, ilustraciones que son un reflejo de sus propias vivencias.
Por: Marco Laithert | Fotos: Oliver Lecca
Una chacra en la casa de sus abuelos en Piura, es un recuerdo de niñez que define gran parte de la obra de Melissa, tal como quedó registrado en un video familiar de 1998, donde una pequeña de mirada traviesa descubre una impensada fuente de inspiración para su futura vocación junto a pollos y cabritas, lo que más tarde definiría uno de sus estilos predominantes: el realismo.
Aunque en esos años la timidez era su rasgo más característico, el arte fue la mejor manera de explayarse y fue su madre, arquitecta de profesión, quien la guió en sus primeros trazos. «Me senté junto a mi mamá y dibujé un perro salchicha. Su cabeza era un círculo y los ojos eran demasiados grandes», recuerda. Otra condición que moldeó su identidad fue el hecho de sufrir diabetes tipo 1, ya que parte de sus dibujos reflejan esa lucha diaria, como uno donde una almohada con flechas sangrando representa las noches cuando ha tenido que pincharse el dedo para controlar la insulina en su sangre.
A pesar de ello, a Melissa no le gusta encasillarse: reconoce su trabajo en constante transformación. «Yo misma digo que soy inconstante, pero me gusta que me digan que han visto mi trabajo. Sobre todo, cuando reconocen mis ilustraciones». Ahora, su lenguaje sutíl y líneas tímidas empezarán una nueva aventura: Melissa retomará su tesis: Especulum amoris, donde grafica acuarelas sobre temas crudos y el desamor.