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El arte de la quietud

Loly Rehder entiende al yoga como una forma de interpretar la vida, también de sobrellevarla. Dice que esta disciplina le ayuda a uno a escuchar esa voz interior que ha estado allí desde siempre, pero que se pierde entre el bullicio de las distracciones cotidianas. ¿Puede un mat reflejarnos mejor que un espejo?

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«En tiempos de velocidad constante, no hay nada más urgente que quedarnos quietos», es una de las citas que Loly rescata del libro ‘El arte de la quietud’, del ensayista y novelista Pico Iyer. El autor no se equivoca. En tiempos tan convulsionados, de un bombardeo constante de información, la mejor recompensa es un espacio donde apagar el ruido. Loly Rehder interpreta así esta idea: el mejor regalo es entregarse a la realidad del espejo interior y decir: este soy yo. «Porque lo más difícil es sentarnos y estar con nosotros. Por eso la meditación nos cuesta: queremos estar distraídos, pensando en todo lo demás. Muchas personas pasan su vida sin conocerse realmente».

Ella llegó a esta conclusión por un accidente. Literalmente. Cuando tenía veintiún años, navegando junto a sus padres en un kayak por un túnel en medio de las cosas de Hawái, se rompió la vértebra L2, aquella que casi está al extremo inferior de la columna vertebral. Loly navegaba y, cuando se encontró en medio de ese pasillo de paredes de piedra, una ola lo llenó de agua. Su pequeño bote se alzó hasta que su cabeza chocó contra la pared superior y su columna se comprimió hasta el quiebre. Estaba a dos semanas de partir a Australia como parte de un programa de intercambio de la Universidad de Pensilvania, para seguir con la carrera que hasta ese momento se encontraba dentro de sus planes: comunicaciones. Cuando sucedió el accidente lo que cualquiera: ¿por qué yo? ¿por qué ahora? Años después, aquel incidente como un suceso necesario que la llevó hacia donde tenía que estar: el mundo del yoga. Si bien había empezado a practicar esa disciplina desde niña, cuando tenía doce años, su interés se alineaba más a los beneficios que podía aportarle a su desempeño en el surf. Ella había crecido con un padre y un hermano tablistas y fue por su padre que se tumbó a un mat por primera vez para ejercitar la paciencia y la respiración. Lo practicaría solo por un año, hasta los trece, y no volvería a hacerlo con tal intensidad hasta luego del accidente. Loly partió a Australia luego del incidente del túnel y meses más tarde regresó a los Estados Unidos, donde terminó su carrera. En 2013 viajó a Costa Rica, donde terminaría haciendo su primera certificación en Vinyasa Yoga, que se caracteriza por sus movimientos enérgicos, movimientos del Yang. Allí también empezaría a dictar sus primeras clases. Y sin saberlo empezaría a gestar su vocación. A la par seguía postulando a empleos. Consiguió uno como periodista en Vancouver, Canadá. Sería parte de una revista especializada en minería. Pero pocos días antes de partir, luego de ya haber sido entrenada vía Skype para el puesto, decidió renunciar. En ese momento lo interpretó como un no sé qué; hoy dice que siguió esa sabiduría interna que todos tenemos. La yogui regresó al Perú a seguir ejerciendo como instructora, tal y como en Centro América. Y a partir de allí, se abrirían las puertas. Su siguiente destino: Bali, Indonesia.

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Allí se certificó por segunda vez: aprendió la importancia de la quietud con el Yin yoga. «El Yin te obliga a estar contigo. Al principio lo rechazas, pero luego lo adoptas y te liberas», agrega. «El Yin yoga es una bonita práctica que ayuda a dejar ir las cosas que no pueden estar en nuestra vida». Ayuda también a aceptar la sabiduría de la realidad. Un accidente en un túnel en medio de las costas de Hawái, por ejemplo, puede parecer injusto; pero tiene una razón de ser. Para Loly fue encaminarla. «El yoga es lo que te ayuda a interiorizar esta idea: todo pasa por algo. Uno no puede luchar contra lo que no es para uno; si algo es para ti, va a llegar. Eso te da paz, te permite confiar y a vivir tranquilo».

Antes de empezar a dictar una clase de yoga, ella primero hace una pausa para que sus alumnos terminen de desconectarse del mundo que han dejando atrás. Les deja reconocerse en medio del espacio y luego empieza una meditación en movimiento: Yang. Se para junto a ellos en un pie para enfocar sus mentes en el presente, realiza movimientos dinámicos que ayudan a fortalecer y a llenar de energía sus músculos; y poco a poco todos van disminuyendo la velocidad. No por cansancio, sino porque es parte del balance que busca encontrar esta instructora: el Yin. Ella y sus alumnos mantienen sus posturas por mucho más tiempo, hasta quedar en posición de shavasana, totalmente tendidos sobre el mat. Y es allí donde, como frente a un espejo y medio de la quietud total, pueden empezar a descubrir quiénes son.

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