El 12 y 13 de octubre se inauguran dos exposiciones retrospectivas de sus trabajos en grandes formatos hechos entre 1998 y 2016: ‘El gesto informado’, en el Centro Cultural Británico, y ‘El lugar de la pintura’, en el MAC. Si bien son una aproximación a su arte, lo son también a una parte de su vida. ¿Cómo interpreta el paso del tiempo uno de los artistas plásticos más reconocidos del país?
Por: Jesús Cuzcano | Fotografía: Augusto Escribens
Ramiro Llona [68] le ha hecho una promesa a su esposa: va a vivir hasta los noventa años. Tuvo su primer hijo a los cuarenta y ocho, y hoy tiene en total cuatro. La última, Sofía, tiene nueve meses. En respuesta a aquel compromiso, ella le ha dicho: al menos hasta que la bebé cumpla veinte. El pintor ríe al recordarlo. Suelta un comentario: si bien no le gusta que sus proyecciones vayan a parar en reflexiones sobre la muerte, sí le preocupa cuánto tiempo más va a seguir con vida. Le preocupa, sostiene, más que la muerte, el cese de la vida. Es decir, ya no estar presente para disfrutar de sus pequeños placeres cotidianos: nadar una hora al día en el Regatas, tomar fotos con su iPhone, escuchar a Johann Sebastian Bach, Rubén Blades, Calle 13 o John Coltrane desde su iPod, ir al cine, leer el último libro que le recomendó su hija María, A‘ Little life’ de Hanya Yanagihara, o pelarle con la boca una manzana a su hijo Ramiro de tres años, aquel que gatea en el collage de fotos ubicado sobre estas líneas.
Argumenta a su favor: «los pintores somos longevos», y esboza una sonrisa. Dice que porque ejercen actividad física desde el momento en el que se preparan para hacer su arte. Antes de sumergirse en un nuevo proyecto, preparar el bastidor le toma a Ramiro al menos dos días. Y como sus lienzos terminan por doblarle el tamaño, pasa los siguientes meses subiendo y bajando una escalera. El artista prefiere las superficies grandes porque le permiten decir más. Desde 1976, en sus veintes, cuando egresó de la Facultad de Artes Plásticas de la PUCP, empezó a pintar en lienzos que lo superaban en tamaño: de casi dos metros de alto. Hoy trabaja en unos de tres por siete. Le gusta hacerlo así porque la necesidad de hacer arte para él se origina en una zona fuera del confort. Mientras más grande la superficie, dice, más desacomodo siente. Le gusta que su obra, durante el proceso y al terminar, sea más grande que él, ‘más grande que su gesto’, en términos suyos. Es una suerte de prueba: «para ver de qué tamaño puedo ser».
Tiene una idea a modo de consuelo laboral: el artista nunca se retira. No se devalúa. Por el contrario, dice Ramiro: «tengo la sensación de que cada vez tengo un mejor manejo técnico. No hay una decadencia». A veces, lo peor que le puede pasar a una persona es jubilarse, sostiene. Y él, agrega, no quiere ser como aquellos que dejan de trabajar y se van a menos. Le gusta pensar en el trabajo como una cuña que ingresa a la realidad para dejar una huella. Casi como una ley física. Para el pintor, si labora con constancia, no hay manera de que los resultados no se registren. «Tienes que imaginarlo así: uno trabaja con tanta fuerza, con tanta intención, que es imposible que aquello no quede presente». Dice estar ubicado en un tiempo diferente: un espacio que ya no forma parte de la linealidad temporal común, un terreno atemporal. Quiere seguir viviendo allí y pintando cuadros cada vez más grandes. Quiere seguir disfrutando de los deleites de largo aliento: trabajos pictóricos que le tomen seis, ocho meses, un año o más en concluirse. «Uno pensaría que mientras menos tiempo te queda en la vida, buscas hacer las cosas más rápido; a mí me pasa al revés», agrega.
Tiene cuatro décadas en el oficio, ha expuesto individualmente en numerosas galerías de EE.UU., Europa y Latinoamérica; pero dice no andar en busca de algún legado. El hecho de que otra persona sienta interés por algo que él haya creado es suficiente retribución. La victoria máxima, según el artista, no está en la grandeza del pintor. Este, establece, no es más que un instrumento del arte. La victoria está en adquirir nuevos impulsos. Está, en sus palabras textuales: «en entrar a esta última gran etapa de la vida habitado de una sabiduría pictórica que me permita seguir renovando las cosas». Por ello, Ramiro no está en posición de poner aún un punto final. Si se puede acaso apelar a la satisfacción, entonces el artista aún no se siente satisfecho: «no sé por dónde se va a organizar esa aceptación de paz cuando todo lo que vivo va contra eso. Toda mi existencia está armada en base a la intensidad, al goce. No sé qué va a suceder para que yo diga: está bien, fue suficiente». Es por eso que cuando hace referencia a sus exposiciones, parece siempre acompañar la frase final con tres puntos suspensivos. A uno de los últimos trabajos hechos para ‘El gesto informado’ y ‘El lugar de la pintura’, lo tituló ‘Diálogo suspendido’. Ramiro Llona hace otra promesa: aunque pasen los años, su arte nunca va a cambiar. Mediante su pintura, la que reconoce como su recinto de resistencia, se va cuestionar acerca de lo más urgente de la vida del ser humano las veces necesarias. Ahí, sobre tela y con pincel en mano, va a pintar con ética y responsabilidad su desacomodo. Dice que su trabajo no lo basa en certezas, lo sustenta en la búsqueda de la verdad. Y la va a seguir buscando a pesar de que es consciente de una cosa: «nunca se podrá alcanzar del todo».
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Ramiro Llona cree que la pintura es la representación más real de la realidad. Cree que parte de la mística de esta disciplina es su capacidad de dotar de significado superlativo a todo aquello que la rodea. Puede darle más realidad a la realidad, dice, más vida a la vida. Sostiene que allí, en su trabajo, es donde recorre las vías del autoconocimiento: «toca fondo, revisa dentro de sus esquinas más recónditas», es su explicación literal. Lo dice también a modo de metáfora: «estoy entre la vida y la pintura como dos espejos que me reflejan». El arte, para él , es un ejercicio de indagación que ocurre bajo el manto de la epidermis. Bien lo dijo su maestro, el pintor Fernando de Szyszlo: «las personas vinculadas al arte tienen la piel más delgada». Para Ramiro Llona, la pintura es aquella que pone en evidencia esa parte bajo la piel que nadie ve.
No le gusta la idea del estilo que se repite, mucho menos las fórmulas inequívocas. Tiene un miedo: copiarse a sí mismo. Cuando ve que un elemento comienza a quedarse mucho tiempo en su trabajo, sostiene, hace un esfuerzo premeditado por sacarlo: cambia los formatos, sus técnicas, se desplaza a otras disciplinas como la escultura o la fotografía para dispersarse y para luego regresar y lograr que su lenguaje siga siendo como un animal vivo. Y lo hace sin miedo, no cree en el error. «¿Acaso este existe?», repregunta. «Están las marcas que luego se cubren con otras marcas. ¿Son las primeras un error o son un sustento de las que van encima?», argumenta. «Se trata de la imagen que contiene a la imagen». Si bien confiesa que, a lo largo de su carrera, ha tenido algunos desencuentros pictóricos, trata de llevarlos a buen puerto. Inclusive, los trata con consideración. «La experiencia me ha enseñado que los cuadros con ‘fallos’ son justamente los que uno tiene que respetar, porque a veces la pintura sabe más que uno, se le adelanta. Cuando no te reflejas en algunos cuadros es porque, muchas veces, no estás en su temporalidad. Y van a pasar meses o años hasta que puedas voltear y logres verlos como algo maravilloso», dice.
Le gusta empujar las fronteras del acto creativo, de su ‘momento pictórico’. Ramiro cree que la función del artista es ampliar las fronteras del conocimiento, cuestionar lo establecido y repreguntar las certezas fundamentales de la vida. No quiere hacer arte para que todo siga igual, quiere hacer arte para cambiar las cosas. Para dar una suerte de luminaria desde una disciplina donde las verdades absolutas no tienen razón de ser. Porque en la pintura no hay certezas, agrega. Y no está allí por eso. «Mi trabajo se ubica en las antípodas de la certeza». Parafrasea su idea citando al pintor chileno Roberto Matta: «lo importante en la pintura –quizá como en la vida- es la profundidad de la duda». Lo que quiere es abrir la puerta de la libre interpretación. Por ello no le gusta la normalidad, detesta el stablishment.
¿Qué es la normalidad sino la sistematización de la conducta?, se cuestiona. Allí no hay espacio para nada nuevo, concluye. No hay espacio para él. A Ramiro Llona no le interesa tener un éxito comercial inmediato, ni tampoco cree conveniente la reproducción en cadena de su trabajo. Más no necesariamente significa mejor. Le daría mucha desconfianza que su pintura fuera un éxito inmediato y que sea asimilada de forma instantánea, que alguien decida que le gusta una pieza suya en menos de un minuto y luego la cuelgue sobre su sillón, bromea. Prefiere no pensar en temas que estén vinculados al mercado. Nunca se ha preocupado por ello, aun cuando la pasó mal económicamente cuando era joven y su trabajo no representaba el sustento monetario que hoy sí. Él es así y quiere morir bajo esa ley.
A sus sesenta y ocho años, Ramiro Llona no cree que la gente cambie. Cree que mejora. Cuando habla de ello hace referencia a una figura literaria de la poeta Blanca Varela: aquella que grafica al animal que cada quien lleva dentro. «Ese gatopardo no va a dejar de ser un gatopardo», sostiene; «pero con el tiempo vas a tener más control sobre él». Como quien dice: no cambiamos, pero sí nos domesticamos; sin dejar de ser nosotros. ¿Por qué?, le pregunto. Hace una pausa. «Es que uno no puede dejar de ser lo que uno es».